Por Jaqueline Garza Placencia*
Entre los dilemas de las democracias latinoamericanas se encuentra el de combatir las violencias y proveer seguridad respetando los derechos humanos. Al respecto, las diferentes concepciones teóricas sobre los regímenes democráticos afirman que la relación entre la seguridad y el respeto a los derechos humanos se compromete cuando en un país prevalecen diversas expresiones de violencia. En las dictaduras militares la comisión de actos generalizados y sistemáticos de ejecuciones, desapariciones, tortura o persecución de civiles se realizaba en aras de una línea política dominante y, por tanto, el Estado era el marco tradicional de la violencia que atentaban contra las libertades y derechos fundamentales de la población.
Con la llegada de los regímenes civiles elegidos democráticamente se confrontan otras formas de violencias que subsisten en las interacciones de múltiples actores sociales en un orden político diferente. Las violencias son diversas (conflicto armado, crimen organizado, violencia paramilitar, impunidad policíaca, pandillas urbanas, delincuencia común, entre otras) pero los altos costos humanos y sociales asociados principalmente a la criminalidad han sido motivo para que el tema de la seguridad se convirtiera en un asunto de primer orden en la agenda de muchos gobiernos democráticos.
Los argumentos de las elevadas tasas de criminalidad han llevado a los Estados a definir ciertas políticas de seguridad que restringen las libertades individuales, ofreciendo a cambio protección personal y patrimonial. De esta manera, en muchos países latinoamericanos la expansión del poder policial y militar pasó no sólo a ser tolerada, sino también propiciada con el fin último de garantizar laseguridad pública y combatir el terrorismo o el narcotráfico.
La interacción de múltiples actores violentos permite la configuración de nuevas formas de subjetividad política[1]. En este sentido, el periodo de la transición democrática latinoamericana ha sido marcado por la emergencia de movimientos sociales que, por las circunstancias, tuvieron que evidenciar las desigualdades sociales, políticas y económicas.
Estos movimientos generalmente han empleando el discurso de la democracia y los derechos humanos para asegurar y legitimar sus protestas, encontrando una manera para expresar las injusticias vividas por las distintas violencias y abusos del poder, sobre todo cuando ellos mismos no pueden funcionar como instancia de derecho positivo[2].
En el caso de América Latina se conformó un movimiento social y político trasnacional que durante varias décadas (1970 a la fecha) ha emprendido múltiples estrategias de presión e incidencia pública con el propósito de encontrar solución a sus reivindicaciones de justicia, verdad y memoria frente a los gobernantes que minimizaban o negaban lo ocurrido en contextos de dictadura y regímenes autoritarios.
El movimiento por los derechos humanos en América Latina es plural y diverso, puesto que cada caso de acción colectiva tiene sus particularidades determinadas por el contexto. No obstante, durante los últimos cuarenta años el activismo por los derechos humanos se ha desarrollado a partir de “prácticas de resistencia[3]”, frente a la dictadura y las transiciones democráticas.
En dicho movimiento destaca el protagonismo de los familiares de las víctimas por su lucha contra la impunidad y el olvido, así como el activismo trasnacional que hace uso de mecanismos e instrumentos de protección internacional para denunciar casos graves de violación a los derechos humanos.
A pesar de las crecientes acusaciones de violaciones a los derechos humanos, se observan que en algunos países latinoamericanos la excepción se ha convertido en permanente, por lo que el Ejército seguirá participando en labores de seguridad pública. No obstante, las ambigüedades en torno a los mecanismos legales que regulen las funciones de las fuerzas armadas en los territorios nacionales y la poca claridad de las competencias y coordinación interinstitucional han demostrado el fracaso de los tomadores de decisiones en materia de seguridad.
De modo que, en los últimos 12 años se han exacerbado las expresiones de violencia tanto en los países del triángulo del norte centroamericano -El Salvador, Guatemala y Honduras-, como en México a partir de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, pero los altos niveles de violencia no pueden atribuirse solo a las actividades de los grupos delictivos, sino que al menos una parte de la responsabilidad recae en las instituciones y las políticas que han intentado contenerlo[4].
Es así que uno de los principales dilemas de las democracias latinoamericanas versa en torno a proteger la seguridad de sus ciudadanos y garantizar el respeto a los derechos humanos. Por ello, el desafío para los gobiernos democráticos está en el establecimiento de una “seguridad ciudadana” cuyas acciones estén menos orientadas a la “securitización” de la seguridad pública -uso excesivo de las fuerzas militares y policiales-, y más enfocadas al acceso de políticas de protección social -salud, empleo, educación- en países que criminalizan a sus muertos y esconden sus males.
*Jaqueline Garza Placencia es Profesora Investigadora en El Colegio de Jalisco.
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Notas:
[1]Desmond, Enrique y D. Goldstein (2010). Violent democracies in Latin America.Duke University press, Londres.
[2]Braig, Marianne (2012). “Los derechos humanos como autorización para hablar. Metatexto universal y experiencias particulares”. En Stefanie Kron y otros (Eds.), Democracias y Reconfiguraciones contemporáneas del derecho en América Latina. Instituto Ibero Americano, Alemania.
[3]Jelin, Elizabeth (2005). “Exclusión, memorias y luchas políticas”. En Daniel Mato (Coord.): Cultura, política y sociedad. Perspectivas latinoamericanas. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. pp. 219-239.
[4]Azaola, Elena. “La violencia de hoy, las violencias de siempre”. Desacatos. Entender la violencia, 40, 2012, pp. 13-32.