Por Santiago Carassale.
La baza China: el desplazamiento del eje de la mundialización es una preocupación hacia la cual se ha ido moviendo la atención internacional. Lo que está en juego en este movimiento requiere repensar la relación que se estableció entre “Occidente” y China desde que en 1838 el Imperio Celestial se vio coaccionado a abrir su territorio al comercio con el extranjero. Esta apertura fue un acontecimiento del proceso de mundialización impulsado por la revolución industrial y se generó de manera asimétrica, como una relación de poder que recurrió de manera constante a la distinción: civilización/barbarie.
Los conceptos antinómicos Civilización/Barbarie han servido para marcar de manera particular la diferencia entre colectivos humanos. Esta distinción funda una relación asimétrica entre estos grupos al otorgar un valor positivo a uno de ellos en detrimento del otro. La diferencia se basó en un principio en una frontera espacial, la cual delimitaba a los grupos helenos y bárbaros. En el momento de la expansión ultramarina, en el siglo XVI, la dimensión espacial se temporaliza como proyecto, el cual trasciende fronteras: en un primer momento como evangelización, posteriormente como avance civilizatorio.
En los procesos que siguieron a esta “revolución espacial” el caso de China cobró un sentido particular. Si bien China pudo mantener sus fronteras cerradas hasta bien entrada la modernidad, a diferencia de Japón, no pudo procesar su inserción en la globalización que se desencadena en el siglo XIX con la revolución industrial.
La “apertura” de China al “proceso civilizatorio” occidental se procesó por la vía de la intervención armada primero de Inglaterra en 1838, a las que se sumarán después otros países occidentales. Esta apertura significó la puesta en jaque y, posteriormente, la caída del Imperio Celestial cuyo fundamento era la creencia de la excelencia de la civilización china, lo que la colocaba en la cima del mundo. Esta noción de civilización se basaba en la idea confuciana del rito, entendido como una “coreografía existencial”, a través de la cual se aseguraban los vínculos y jerarquías tanto dentro de la familia, como con los antepasados, a la vez que se replicaba en la posición jerárquica del Emperador, hijo del Cielo.
La civilización China, desde un principio, había mantenido relaciones con los pueblos bárbaros que lindaban con el Imperio, a estos pueblos se les sumaron los europeos. La expresión de esta jerarquía Imperial se manifestó en la particular resistencia que encontraron los diplomáticos europeos para llegar al Emperador, pues la representación de otros pueblos estaba sometida a la distancia que marcaban los rituales de la autoridad celestial, frente a la cual no podían presentarse los bárbaros. En las sucesivas guerras que se dieron en el siglo XIX se desmontó esta imagen imperial, pero fue difícil comprender, bajo los esquemas europeos, el significado de la civilización china.
Una primera interpretación de la civilización china la situó en el contexto de las religiones mundiales, en especial por los estudios y traducciones hechas por James Legge, sin embargo no dejó de ser insatisfactorio el paralelo. Sumándose a esta corriente del estudio de las religiones mundiales Max Weber llegó a dudar en tipificar al sistema de creencias confuciano como religioso o, más bien, como una expresión irreligiosa. Weber reconoció en el confucionismo una ética de “adaptación al mundo” con la cual el Imperio y los “letrados” lograron mantener su dominio sobre las capas populares, en especial el campesinado.
Desde la sociología durkheimiana, Marcel Granet, con experiencia de campo al respecto, planteó como Weber la necesidad de ir más allá de la tradición confuciana y se dedicó a recuperar las creencias populares antiguas. El propio Granet, impulsado por los trabajos de Durkheim y Mauss sobre la noción de civilización, realizaría un primer esbozo de los caracteres centrales de la civilización china. Sin embargo, Granet no llegó a plantear la cuestión de la pluralidad de civilizaciones y las consecuencias de los encuentros intercivilizatorios, algo que el sociólogo Benjamin Nelson desarrolló posteriormente.
Al día de hoy la clave de civilización y barbarie sigue siendo aplicada, sólo que de otra manera, ahora la referencia es Occidente y su “otro” por antonomasia: China. Esta interpretación se ha considerado como una solución ideológica simplificadora que tiene sus raíces en la historia de los contactos de la China Imperial con los jesuitas a partir del siglo XVII. No sólo es necesario desarmar la visión “occidental” de su otro, sino que también hay un trabajo por hacer para desmontar el “monólogo” que la tradición dominante en China ha ayudado a alimentar: la idea de una tradición milenaria que se encuentra más acá o más allá del tiempo.
Desarmar esta relación antinómica no pasa por invertir la relación, por ejemplo que China simplemente pase a ser la potencia mundial, lo que muchos predicen, sino por desarrollar un trabajo que reconecte saberes, que refunde horizontes y genere una prospectiva diferente de los contactos culturales. Un escenario central de este trabajo lo constituye el juego de la traducción, el cual, por ser un proceso ineludible en todo contacto cultural, ha operado por necesidad. Pero sólo ha sido en algunos momentos críticos que se ha reflexionado en torno a su carácter, y el proceso de mundialización actual es uno de esos momentos.
En nuestra tradición, la noción de traducción fue pensada a partir de las transferencias entre lenguajes y escrituras fonéticas. Sin embargo, en el caso de la traducción de una lengua cuya escritura no comparte el carácter fonético, se hace más complejo su proceso de transposición a una lengua con escritura fonética. Este problema, que parece ser particular a este tipo de traducción, nos plantea in nucelos problemas de articulación entre imágenes y lenguaje, así como la relación entre gesto y palabra, con los que nos enfrenta la revolución tecnológica.
La comunicación, cada vez más, combina registros de expresión diferentes, los cuales requieren la articulación de sentidos con tiempos y espacios heterogéneos, lo que complica los procesos de subjetivación, socialización y politización. Estos nuevos retos en la comunicación encuentran un particular campo de prueba en la traducción entre los saberes chinos y “occidentales”, lo que requiere poner en discusión la forma y la noción de traducción heredadas. Esto, a su vez, pone en cuestión la distinción entre civilización y barbarie, bajo la cual el proceso de mundialización fundó la comprensión del otro en el siglo XIX. La baza China emplaza al desplazamiento del eje de la traducción del proceso de mundialización.
Santiago Carassale es profesor investigador de FLACSO México.
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